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Waze me llevó por la ruta incorrecta

Publicado: 2018-02-09

No hay una sola Lima sino varias Limas. Dentro de un rango de diez kilómetros a la redonda uno puede encontrarse una variedad de pequeñas ciudades. Una Lima clásica, por ejemplo, constituida por sus deteriorados edificios virreinales y sus incontables intentos fallidos de restauración. Una Lima estilo Miami, con un malecón cuya luz anaranjada al atardecer cubre los enormes edificios con vista al mar y las cabelleras de una minoría adinerada -y de otros tirados en el césped-. Una Lima de cerros donde el urbanismo no tuvo mayor cabida que el deseo del pobre de tener una propiedad privada; y otra Lima de cerros para ricos, en donde la arquitectura no le interesó la construcción de veredas. Una Lima provincial, generalmente en sus extremos sur y norte, donde el sueño limeño se cumplió. Otra Lima bohemia, con una mezcla de sonidos chicha y rock. Una Lima abierta y otra que cierra sus calles con rejas; entre otras tantas. Todos sus habitantes no tienen nada más en común que el gentilicio. El cielo grisáceo que caracteriza Lima, inclusive, se difumina en los extremos de la ciudad. En efecto, el cielo es una de las tantas historias de Lima contadas desde una sola Lima.  

Marcelo sube al auto con ruta al aeropuerto. Su hermana Laura se casa con un adinerado del Eton College y la unión formal de su familia con la clase alta londinense debe ser celebrada. La ruta al aeropuerto es bastante conocida: bajar por la avenida Javier Prado hasta llegar a la avenida Salaverry. Después, seguir directo por La Marina hasta en algún momento pasar por Av. Faucett hacía el aeropuerto. Así le enseñó su padre, y seguramente su abuelo a su padre, aunque la ruta esté usualmente plagada de un tráfico infernal.

El tiempo apremia y si Marcelo no hubiese retrasado su alarma, mintiéndose culposamente de que cinco minutos harían diferencia, seguramente ya estaría en la avenida Javier Prado en vez de su calurosa cama. No hay tiempo para bañarse o lavarse los dientes. Agarra un par de camisas, un pantalón, todos los calzoncillos y medias del primer cajón y sin nada más que el apuro se pone marcha. Hubiese querido darse cuenta de que Waze, su app de navegación, calculaba veinte minutos de tiempo de viaje. ¡20 minutos al aeropuerto en vez de las acostumbradas horas!

De pronto la aplicación lo hace salir de la Av. Javier Prado para desviarse por la Vía Expresa hasta el Centro de Lima y luego por la Av. Venezuela. Una vez allí y de forma progresiva, Marcelo nota que el ambiente cambia: los árboles de su distrito La Molina desaparecieron para dar paso a imberbes arbustos sujetados con un palo de madera; señales de tránsito desdibujadas ante la ley del más vivo; calles que dejaban de ser monopolio de carros con lunas polarizadas y aire acondicionado para ser usadas como improvisadas -pero muy eficientes- canchas de volley.

Ya sobre la Av. Argentina ni siquiera había un vestigio del distrito de Marcelo, salvo la tierra que nos cubre a todos, vivos o muertos. Marcelo pasa por la zona de Carmen de la Legua entre sus estrechas calles, desorbitado. Nunca había estado allí en sus 27 años de vida, aunque el nombre de la zona le parezca conocido. Pensó -con mucha razón- que lo más seguro es que estuviese a la espalda de la Av. Faucett, la famosa avenida que conecta finalmente con el aeropuerto.

Marcelo no está asustado sino más bien lo desborda una emoción tremenda. Como sus viajes a Latinoamérica o Europa, siente la adrenalina de conocer una nueva ciudad. Se sorprende de la arquitectura del sitio y de la distribución de las calles. El lenguaje urbano y sus habitantes. Como oasis en un desierto logra divisar una pequeña placita, de corte particular, perdida entre edificios que funcionan como industrias, viviendas o locales comerciales -o tal vez los tres al mismo tiempo-. Sacada de otro mundo e impuesta en un lugar que nadie reconocerá nunca salvo sus habitantes, la placita se erige como un símbolo hermoso. Marcelo sobrepara en la misma olvidándose de la urgencia del aeropuerto y decide prenderse un cigarro. Por su ventana observa a las personas caminar, quedándose particularmente absorto al ver un chico, de rulos castaños tan hermosos como los frondosos árboles de La Molina. Sus gestos, la forma de caminar y sus detalles lo destacan sobre todo el panorama. Marcelo suspira. Lo más seguro es que no tenga ni un amigo en común con él, aunque Lima sea tan pequeña como un pañuelo.

De repente el chico se le pierde de la vista adentrándose en una panadería de estilo setentero, que ilumina perfectamente la placita en el ocaso del dia. Esta tiene un toldo de rayas verticales azules que combina de forma armoniosa con el ambiente del zona, haciendo pensar a Marcelo en la posibilidad de que esta fuese construida con anterioridad a la placita, marcando el estilo del barrio de forma primigenia. Todo ello le parecía demasiado hermoso como para encontrarse en la misma Lima. Marcelo no podía hacer más que contemplar el tremendo escenario que había descubierto, en un lugar totalmente ajeno al acostumbrado.

Su desapercibida presencia fue pronto advertida por una jauría de perros, desacostumbrados a llantas que no tuviesen su olor impregnado. Los ladridos fueron tan fuertes que Marcelo no tuvo de otra que volver a prender el motor y continuar su viaje, tirando al pavimento su casi finiquitado cigarro.

La app de navegación lo manda finalmente por una calle paralela al Río Rímac, antes de llegar a la Av. Faucett. Una línea azul que se distingue del resto del mapa grisáceo. Marcelo solo puede pensar en su próximo regreso a Lima, imaginando la posibilidad, tal vez, de volver a ver al chico de los rulos castaños que tanto le había gustado. De pronto, le entran unas ganas de echar un vistazo al río. Quiere ver el río Rímac tanto como quiere llegar al aeropuerto. Su rol de futuro pasajero se mezcla con el de turista. Frustrado, coje su celular intentando entender el mapa a la vez que acelera.

Fueron solo un par de segundos cuando Marcelo suelta el celular y se da cuenta de algo terrible: así como el paisaje no se condice con la presencia del río, la ruta tampoco se condice con el camino. Marcelo se encuentra suspendido en el aire antes de percatarse de que el puente por el cual debería pasar, y que señala con exactitud Waze, no existe. Se encuentra en plena caída al río Rímac. Un río no azul como mostraba su app, sinó color marrón como la tierra que nos cubre a todos, vivos o muertos.

En el agua, atrapado en las estructuras del carro sin salida, solo puede pensar en su padre y la ruta de la Av. Javier Prado. Una ruta posiblemente diseñada en temor a otras rutas que pasan por distritos desconocidos, con pavimento deteriorado y casas semiacabadas. Un tràfico atroz ocasionado por otras almas temerosas al color naranja de los ladrillos. Algo que nunca entenderá un algoritmo, incapaz de discriminar espacios urbanos por sus formas, colores o habitantes.


Escrito por

Italo Carella

Peruano. Derecho. Master en Études Politiques en la @EHESS_fr.


Publicado en

Segismundo

Una mirada democrática y liberal de la política nacional e internacional.